I
Mis
vetustos tejados de niñez
bajo
una torre azul atribulada.
Una
calle serpiente y rociada
de
recuerdos que vuelven otra vez.
Hoy
mi pueblo me observa como un juez
y
me busco medroso en su mirada
cuando
llego a mi tierra renunciada
al
palpar sin remedio la vejez.
Me
marché una tarde de febrero
y
recuerdo las ramas de la encina
que
techaban mi cuerpo abrevadero.
Bajo
un cielo de duda y de neblina
sentí
el sabor del llanto pasajero
y
el lento galopar de la ruina.
II
Mis
zapatos adulan esta acera
donde
una vez fui un niño muy risueño
y
revivo en mi piel el viejo sueño
de
sentir el calor de aquella hoguera.
Mas
nadie reconoce la quimera
que
barniza mi rumbo pedigüeño.
El
pueblo se me hace más pequeño
al
igual que mi alma sonajera.
La
dehesa palpita en su pereza
y
este sol la embadurna de caricias
y
el centeno enloquece de pureza.
Las
encinas conforman las milicias
vigilando
el grosor de la belleza
de
estas tierras nocturnas y novicias.
III
La
hombruna colina me traslada
la
imagen del pasado aceitunero.
Trabajos
del harapo del sendero
que
mi padre escondía en su mirada.
¿Dónde
vuela la voz resucitada
de
este túrdulo campo prisionero?
¿Quién
conoce el aroma pasajero
de
una libertad insospechada?
Deambulo
por veredas ateridas
y
no logro alcanzar lo que persigo
extraño
entre mis dudas sumergidas.
Un
dios embarazado de castigo
anida
en estas tierras escondidas
afilando
su diente de enemigo.
IV
No
ha cambiado la torre de repente
ni
el perfil fantasmal del camposanto
ni
el olor de la risa ni del llanto
ni
la piel de las aguas de la fuente.
El
mismo retamal, el mismo puente,
y
el mismo riachuelo de entretanto.
Frente
al pueblo desnudo me levanto
rendido
ante la imagen que me miente.
No
ha cambiado el dibujo del barbecho
ni
el mercado apurado y ambulante
ni
el beso entre la tierra y el helecho.
Es
mi alma anfibia y lacerante
la
que mudó de piel tras este trecho
y
ser ya para siempre agonizante.
Javier Sachez
Javier Sachez
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