Rogelio se despereza y achica los
ojos ante la luz inquisitorial de la ventana. Todo le huele a antes. Las
paredes de tapial, las brasas aún candentes en la hoguera moribunda, el aroma
dulzón y vetusto del tejado de cañas... Se levanta de la cama y observa a su
alrededor. Aquella casucha en medio de la sierra es la única herencia que ha
recibido de su padre, muerto hace ya unos meses. Llegó anoche desde la ciudad
para pasar un fin de semana en la casucha, valorar su estado, decidir qué hacer
con ella y recordar las imágenes de su infancia.
Cuando aparcó el
coche junto al camino, la noche anterior, sintió por un momento que era el de antes.
Ahora, amodorrado aún por el sopor del sueño, ya se ha dado cuenta de que los
años han pasado y que él ha cambiado, al igual que este cuartucho que se
mantiene en pie por mera rutina. Ha heredado de su padre la casucha y el
contenido: aperos arcaicos, cacerolas oxidadas, ropa inútil y un trozo delgado
de tierra seca que circunda el habitáculo. También la escopeta de caza,
adormilada sobre una vieja estantería de nogal.
Muchos cachivaches
pero ningún animal que malvender o que explotar, porque Pantalones, el viejo
perro de caza, no se puede considerar ganado en ningún sentido. Según los
cálculos de Rogelio, el animal debe rondar los veinte años porque ya vivía en
la casucha cuando él era un niño. Casi se criaron juntos en aquella infancia de
sierra y lagartos, junto al padre viudo.
Rogelio acaricia
el híspido lomo del perro y piensa que es casi su hermano. Juntos corrieron
muchas veces por la sierra, recogiendo las piezas que cazaba su padre:
perdices, conejos, liebres, algún zorro…Le pusieron Pantalones porque su cuerpo
es blanco y las patas son marrones hasta el vientre.
El perro, casi
ciego y casi inválido, es lo único vivo que le queda de su infancia y de la
vida que llevó entre estas sierras que ahora le rodean. De alguna manera,
aquellos años de vida libre, sin horarios ni ataduras, fueron lo más cercano a
la felicidad. El olor de la jara mientras esperaban a que aterrizara el macho
perdiz, el sabor del queso a media mañana, las conversaciones austeras,
monosilábicas de su padre, la visión del cielo infinito y abrazador…el suave y
magnético aroma de la libertad.
Rogelio se
aproxima al estante y abre el pequeño cajón. De su interior extrae una breve
caja de puros que contiene algunos cartuchos envueltos en plástico. Rogelio
agarra la escopeta y siente unos irrefrenables deseos de salir de caza con su
perro. Sería como volver al paraíso, oler los aromas ya perdidos, las imágenes
olvidadas de la sierra salpicada de matojos bajo el cielo naranja de la mañana.
Limpia con
presteza el arma e introduce dos cartuchos en los orificios, con el objeto de
probarla antes de salir al campo.
Desde el hueco de
la puerta puede divisar la copa de las encinas y, sobre ellas, dos rabilargos
posados. Rogelio se coloca el viejo zurrón de su padre sobre la espalda y, en
ese instante, el perro comienza a mover el rabo y a mostrarse exaltado. Sin
duda reconoce en la figura de Rogelio la estampa del cazador, armado, portando
el zurrón que huele aún a sangre seca de lepóridos.
Tras apuntar hacia
el árbol, Rogelio recibe los empellones del arma contra su hombro y las
detonaciones desgajan el silencio verdiquieto de la dehesa. El perro ladra
entonces con un chillido exuberante, como si hubiese recobrado la energía de
los últimos lustros y el joven se siente reconfortado, ante aquel olor a
pólvora quemada. Aquel olor tan antiguo y tan cercano.
Se adentra en el
campo, acompañado de Pantalones, y recorre las faldas de la sierra, los
arroyuelos vagos y las alamedas.
Al regresar a la
casucha, ya a la hora de comer, lleva en el zurrón dos perdices y tres
zorzales. Pantalones avanza a su lado, con un caminar cansino. Su lengua cuelga
jadeante, como la cabeza de un lagarto.
Después de comer
un par de latas de conserva y un trozo de queso, Rogelio se tumba en el
camastro y se queda profundamente dormido.
Le despiertan los
histéricos chillidos de los abejarucos.
Tumbado en la cama
piensa un poco en su vida, allá en la ciudad. Los días de su existencia se
repiten monótonos, como las metálicas barras de una jaula. No recuerda que le
haya ocurrido nada espectacular en sus últimos años.
Tras observar la
imagen de la sierra desde el ventanuco y respirar el olor a coníferas, Rogelio
decide probar suerte con el jabalí. Sería como saldar una deuda. Esperará al
atardecer y saldrá a dar una vuelta por el monte bajo.
Una vez preparados
todos los útiles necesarios, el hombre los introduce en el zurrón, recoge el
arma y sale al camino que escapa desde la casucha.
Después de caminar
una hora, llega a una pequeña loma cuajada de alcornoques desde la que se divisa
la dehesa extendida y la fina curva del arroyo. Oscurece. Sin duda, aquel es un
buen lugar para esperar la llegada de los jabalíes, que bajan a beber a la
corriente cuando el sol desaparece en el horizonte.
Se oculta bajo un
árbol, acomodado tras unas densas jaras, mientras el agotado perro busca un
lugar para tumbarse. Finalmente, Pantalones se deja caer en una pequeña
hondonada cubierta de retamas y allí se queda dormitando. Con el cuerpo
adherido al tronco del árbol, rodeado por la quietud infinita del otoño,
Rogelio se queda dormido. Cuando al poco rato abre de nuevo los ojos, una luna
nueva luce tras oscuras nubes acobardadas como si fuese el foco de un teatro.
De pronto,
comienzan a bailotear levemente los jaguarzos que se elevan junto al riachuelo.
Rogelio coge el arma con mucho sigilo y coloca la culata sobre su pecho. El
corazón le late en una mezcla de temor y entusiasmo. Pese a la oscuridad, se
distinguen muy bien las formas de los arbustos y la silueta del prudente
animal. Debe tener cuidado y acertar en el blanco porque un jabalí herido es
muy peligroso. Se dispone a atacar en el momento y hay que estar cerca de un
árbol para encaramarse encima si es necesario. Su tío Ernesto murió por el
ataque de un jabalí malherido. Al recordar aquello, Rogelio experimenta un
pasmo de terror pero también una sensación de delicioso peligro que parece
darle vida.
Rogelio calcula el
tiempo. En cuanto aparezca el cuerpo del jabalí disparará dos tiros y se subirá
al árbol inmediatamente.
Al instante puede
entrever el lomo del salvaje animal asomando entra las hermosas ramas de los
jaguarzos. Es de buen tamaño. Rogelio imagina los imponentes colmillos curvos
que debe portar aquella bestia. Distingue el cuerpo aunque no el cráneo.
Rogelio dirige el cañón hacia la zona donde debe ubicarse la cabeza del jabalí
y ejecuta dos disparos consecutivos. Un chillido seco, agudo le sobrecoge y el
sonido de aquel animal al derrumbarse en el suelo retumba como un mueble.
Sin mirar el
resultado, Rogelio tira la escopeta al suelo y trepa con rapidez por el árbol
hasta la máxima altura posible. Allí permanece con los pies apoyados sobre el
rugoso tronco.
Son unos minutos
tupidos, emocionantes. Rogelio sólo tiene en su cabeza la imagen del collar que
fabricará con aquellos colmillos retorcidos.
Cuando transcurre
un prudente espacio de tiempo, desciende del árbol con cuidado. Su cabeza se va
despejando con el frescor de la noche y nota en su interior el corazón
envalentonado. Ha matado un jabalí. Algo que su padre no había logrado en su
vida.
Se aproxima a los
jaguarzos temblando de miedo y ansiedad. Su cuerpo entero suda y es incapaz de
retener la desbocada respiración. Coge una larga rama del suelo y, con ella,
aparta inseguro los arbustos para ver si el animal ya está muerto. Sólo distingue
el robusto cuerpo tumbado sobre la hierba, orondo como un saco repleto de
piedras.
Un feroz nudo se
apodera de su garganta. Entre sus manos sólo puede sostener la ensangrentada
cabeza de Pantalones, muerto. Los ojos del perro ensayan una mirada infantil,
sosegada e inmóvil, como en una fotografía. Sus colmillos, desgastados por la
edad, asoman bajo la boca.
En el aire reina
un olor a charca seca y a calma antigua.
La caza
Premio “Vasco Díaz Tanco” de relatos. Fregenal de la Sierra (Badajoz). 2014
¡Excelente relato! Un abrazo, Javier.
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