I
Atrás, el pueblo encalado
sestea
en su duermevela milenario
rodeado
de olivos que supuran
una
sangre incruenta y necesaria.
Duerme
el pueblo que no acepta
mi
piel descosida de su acera.
El
río pasa ante mí, perezoso,
separando
mi ser de los olivos,
como
una fuente inversa que me inquiere
y
acaricia lasciva el pedregal.
El
agua deambula y en su seno
viaja
el cuero líquido de mi memoria
los
vocablos que tejí siendo niño
y
el versículo carnal de la inocencia.
Elevo
la mirada más allá del río
buscando
el olivar de mi pasado
los
árboles dispersos en la tierra ondulada
refrescando
recuerdos de aluvión.
II
Pues sólo las imágenes redimen
del
polvo ermitaño
me
detengo ante el olivar arcano,
ante
este ejército
de
palo y hojarasca
y
sobre él poso la misma mirada
que
conservo de la infancia.
Sobre
el olivar aletean las cigüeñas
que
consiente el vientecillo infantil
y
las urracas de abundancia
regalan
su himno a la patria olivarera.
Allá,
en el pueblo, las campanas golpeaban,
como
ahora,
sobre
la piel tizna de la primavera.
Los
niños en tropel, el olor a gato
las
nubes ilusorias proyectadas,
como
ahora,
sobre
el mismo olivar de mármol.
El
lento perfume de aceituna
acuchilla
ahora mi pellejo inmóvil.
III
Tras cruzar el riachuelo
se
abre ante mis ojos el olivar infante.
Mis
manos ateridas
se
posan en la piel del primer árbol.
Anclado
en la dulce tierra de rastrojo
el
olivo semeja la bandera
que
soñaron mis ancestros:
El
inmóvil abanico del judío.
La
verdusca leyenda del Imperio.
La
despensa arábiga en el aire.
Sobre
la carne estriada en pergamino
palpitan
sus venas de cauce de hormiguero
mientras
gime en un llanto de linóleo
su
alma de fenicio adolescente.
IV
Asciendo la loma cuajada de olivar
y
avanzo entre árboles preñados de futuro.
Sobre
la tierra agotada de sigilos
algunas
drupas han caído
como
lágrimas quedas.
Allá
arriba,
contemplo
la sábana inmensa de verdor
el
cúmulo de atriles centenarios
que
sestean sabiéndose inmortales.
Contemplo
el olivar
y
veo en sus cuerpos
una
suerte de soldados apacibles.
Olivar
de nadie,
dueño
de los huesos de mi infancia
que
cose el barbecho con la nube.
Olivar
de árboles de carne.
Milicia
de un gris mediterráneo
que
abriga la tierra que resume.
Hueste
de apátridas soldados
leales
a una causa umbilical.
Javier Sachez
Javier Sachez
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